Una característica determinante del arte es ser una sombra, una persecución al acecho de capturar la belleza de la cosas. Sin embargo, esa duplicación, esa forma nueva tiene algo amenazante, captura pero transforma, es una mímesis singular que adquiere una autonomía inquietante con respecto al propio original. Esta tensión –irresoluble- del arte es saber si le arranca la belleza al mundo o la establece, le imprime la belleza a él. Para el arte, en particular en el mundo contemporáneo, la expresión sombra de sí mismo puede indicar una suerte de opacidad, de dificultad para encontrar en sí mismo su determinación y depender de otras instancias (el mercado del arte, las condiciones mediáticas, las modas, etc.) que hacen de él un espectro, una proyección difusa de ellas. A su vez, sombra de sí mismo es el pacto que las cosas tienen consigo mismas, necesitadas de un espejo, de un doble, de una extrañeza familiar; y el arte tiene la función de cumplir una suerte de exorcismo, como una fuerza que libera la negatividad, la alteridad, que no siempre es oscura, son también las potencias que habitan en las cosas, para ser exploradas, expulsadas y reconvertidas, y en este caso, en algo estético.